La señora Naka
Cuando se habla de la inmigración japonesa a Cuba, por lo general se hace referencia al flujo migratorio que caracterizó la primera mitad del siglo XX, desde 1898 hasta básicamente los años 40. Hubo presencia de japoneses antes de esa fecha inicial, por ejemplo, se ha mencionado que en febrero de 1898 cinco japoneses que formaban parte de la tripulación del buque Maine fallecieron en su explosión en el puerto de La Habana; sin embargo, la fecha que marca el inicio de la inmigración japonesa a Cuba, septiembre de 1898, toma como referencia a los japoneses que hicieron de la isla su lugar de residencia. Muchos japoneses han pasado por Cuba, por solo citar algunos ejemplos, como miembros de compañías navieras, artistas, representantes de firmas, profesionales de diversas esferas de la cultura, la economía y el deporte, pero el evento que históricamente ha servido para definir la inmigración japonesa a Cuba es el flujo de personas que decidieron radicarse en el país, casi en su mayoría en busca de mejores oportunidades de vida, de una prosperidad económica que ampliara el limitado horizonte de posibilidades que tenían en ese momento en su país de origen. En el caso cubano fue fundamentalmente un fenómeno anterior a la Segunda Guerra Mundial, y también lo fue desde el punto de vista de la comunidad que crearon, hacia la cual, por causas que no han sido casi investigadas, no han gravitado muchos japoneses radicados en Cuba en épocas posteriores.
Cuando se habla de la primera generación, casi siempre esta es la referencia histórica; Miichiro Shimazu, quien fue el último representante de este grupo hasta su fallecimiento en el 2016 casi a la edad de 109 años, en muchas fuentes es considerado como el último inmigrante japonés en Cuba. Hasta cierto punto es cierto, pues formó parte del flujo migratorio que caracterizó la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, Kazuyo Nakagawa, la señora Naka o Naka san, como siempre se le conoció cariñosamente entre los nikkeis cubanos, representa una parte de la historia de la inmigración japonesa a Cuba que casi no se ha investigado. Ella era de primera generación, oriunda de la prefectura de Hyōgo, y desde hacía décadas su nombre aparecía en los censos de la colonia entre un grupo reducido de japoneses asentados en la isla en la segunda mitad del siglo XX. En su caso, su pertenencia a la comunidad fue mucho más allá de lo nominal, como decía recientemente Francisco Miyasaka a raíz de su triste fallecimiento el 30 de junio del 2021: “Naka… constituyó para los nikkeis cubanos un apoyo inestimable y desinteresado a todas nuestras actividades, contribuyendo con su aporte personal al éxito de muchos de nuestros planes”.
A diferencia de la mayoría de los isseis antes que ella, quienes tuvieron un perfil ocupacional por lo general no institucional y que en muchos casos se insertaron improvisadamente en áreas de la economía cubana, ella tenía un perfil más especializado y profesional como parte de su trabajo en la oficina de JICA (Agencia de Cooperación Internacional de Japón) en La Habana; su labor en esta institución, recuerda Miyasaka, “fue un factor de suma importancia en la divulgación de muchos de los programas de cooperación de dicha agencia que permitieron que muchos nikkeis cubanos pudieran acceder a entrenamientos, becas e invitaciones que contribuyeron a elevar su nivel intelectual y técnico además de lograr un acercamiento directo a sus raíces japonesas”. Naka san actualizó la conexión entre Japón y Cuba creada hace muchas décadas atrás por otros isseis que, como ella, decidieron radicarse en la isla, si en el caso de ellos la mayoría pasó a sus descendientes un vínculo emocional, cultural y familiar con el país de sus orígenes y de sus recuerdos (muchos no pudieron volver a Japón), ella ayudó a mantener vivos ese vínculo y esa conexión mediante su trabajo. Algunos recuerdan lo mucho que les ayudó a poder participar en programas de intercambio en Japón. Pero lo que la hizo muy querida por todos fue su dedicación personal a la comunidad, su comunidad, y la profunda amistad que desarrolló con los nikkeis cubanos. Si bien fue de mucho valor su trabajo desde una institución como JICA, era común verla involucrada en actividades de corte más informal, como cuando participaba en la limpieza y el arreglo del Panteón de la Colonia Japonesa, lo cual se hacía unos días antes de la peregrinación al cementerio para honrar la memoria de los japoneses y sus descendientes en Cuba. Miyasaka, en sus palabras de despedida a nombre de la comunidad, la recordó como “nuestra inolvidable amiga”.
La vida de la señora Naka representa una parte de la historia de la inmigración japonesa que debe ser propiamente investigada; Miichiro Shimazu fue el último issei de un ciclo migratorio que definió la primera mitad del siglo XX, Kazuyo Nakagawa fue una de las isseis que representó otro ciclo en la segunda mitad de la centuria. El libro Japoneses en Cuba se refería en el año 2002 al “envejecimiento natural que se ha ido produciendo, sin relevo alguno, de los inmigrantes de la primera generación japonesa”, y si bien la desaparición física de los isseis era una realidad en esa fecha, ya para esa época la señora Naka aparecía en los censos de la colonia; su conexión con la comunidad terminó significando ese relevo que parecía ausente, ahora en una realidad diferente en la que lo distintivo era el trabajo de colaboración intergeneracional. Kazuyo Nakagawa representó otro capítulo de la larga historia de la inmigración japonesa en Cuba; pero, sobre todo, Naka san se convirtió en una figura entrañable de la memoria colectiva.
Fotos cortesía de Francisco Miyasaka y Ana Francisca Ponce de León Arakawa. Las últimas dos fotos fueron compartidas por la señora Naka para una exposición fotográfica que se organizó en La Habana en el 2018 por el 120 Aniversario de la Inmigración Japonesa a Cuba.
Cita de Japoneses en Cuba (p. 184, la cursiva es mía).
Referencia sobre los japoneses en el buque Maine en: La Isla de los Confinados (p. 9).