Nuestra familia / Mi padre

Por Benita Eiko Iha Sashida y Julieta Fonte Iha



Las familias japonesas, aunque cada una tenga sus peculiaridades, se parecen mucho. La nuestra era una familia trabajadora y sencilla; como procedemos de Okinawa, los Iha somos de piel más morena, gente alegre, conversadora; mi hermano siempre tiene un chiste a flor de labios y a algunos de los nikkeis les ha dado por la música. Aunque no bailábamos, asistíamos a las fiestas que se daban cerca de casa cuando éramos muchachos y nos divertíamos, creo que sí. Papá tocaba el shamisén; mamá tenía una voz muy bien timbrada, la conservó hasta muy entrada en años, daba gusto escucharla cantar canciones de Okinawa. Se las enseñó a mi sobrina Julieta y ahora ella y su hija las cantan al piano, no sé si igual que mamá, pero a mí me da mucho gusto escucharlas. Es una pena que mi hermana no haya continuado sus estudios de violín pues ya casi pudiéramos completar una familia de cuerdas con la inclinación por la guitarra de Shigeru, Javier y Javielito que también parece disfrutar del piano como su prima Nárryman.

 
Kamaichi y Kame con sus hijos nacidos en Cuba, 1953. (segunda fila, izq.-der.) Manuel Miyuki, María Mitsue, Benita Eiko, (primera fila, izq.-der.) Kame Sashida, Julio Shigeru, Kamaichi Iha.

Kamaichi y Kame con sus hijos nacidos en Cuba, 1953. (segunda fila, izq.-der.) Manuel Miyuki, María Mitsue, Benita Eiko, (primera fila, izq.-der.) Kame Sashida, Julio Shigeru, Kamaichi Iha.

 

Papá debió haber conocido de esta Isla en algún periódico, o algún paisano que le contara que era una región fértil y joven donde se podía ganar dinero; partieron del puesto de Naha. En la aldea de Ishikawa quedaron sus cinco hijos al cuidado de los abuelos paternos. Sólo cuando crecí y tuve mis propios hijos comprendí lo desesperados que tuvieron que estar nuestros padres cuando se aventuraron en un viaje así. No los juzgo ni creo que lo hagan los hijos que quedaron allá. Tenían una idea fija: volver con algún dinero para establecer a la familia prósperamente. Creo que ya dije que es triste la vida del inmigrante, el regreso no pudo ser nunca, y la situación económica de mis padres jamás pasó de ser la de campesinos pobres. No obstante, cuando la Segunda Guerra Mundial dejó al Japón en una situación terrible, pudieron mandarles algo para que subsistieran

Inicialmente mis padres se establecieron en la región central del país, transitando por varios pueblos y ciudades: Jatibonico, Sancti Spíritus, Morón, Ciego de Ávila. En estos años papá trabajó en la siembra de caña, cuando llegaba el tiempo muerto se dedicaba a vender billetes de la lotería nacional, tuvieron una venduta y ejercieron también como barberos; mamá lo ayudaba en esta faena, pero un día dejó de hacerlo, porque entre la población cubana no estaba bien visto que la mujer se dedicara a otra cosa que no fueran las labores del hogar.

Hoy la familia Iha ha crecido, puedo decir con orgullo que es una familia digna como nos inculcaron nuestros padres, hay profesionales, obreros y estudiantes; esta actitud es representativa del resto de las familias cubano-japonesas. De vez en vez, nos reunimos en casa de uno de los hermanos y empiezan a llegar los recuerdos, nadie se siente capaz de ponerles riendas y los soltamos así, libres, caprichosos, recuerdos...

Si los recuerdos pudieran atraparse como a los gorriones, yo los atraparía todos, y luego los soltaría a volar por el mundo, porque los recuerdos son como los gorriones, no pueden atraparse para uno, son de todos y deben andar sueltos y colarse en las casas, picar el pan que está en la alacena y beber el agua de todas las fuentes.

Julieta Fonte Iha

Julieta Fonte Iha

Los recuerdos de la familia Iha tienen un nombre: Kame; como mi madre. Ella aprendió a tejerlos en la ventana con nosotros a su alrededor y ya en los últimos años con mi sobrina Julieta que se volvió un poco su auditorio y mejor confidente. Por eso ante la inseguridad de Julieta a participar en el concurso de idioma japonés, le recordé que era algo que debíamos a la memoria de su abuela, a los cientos de tardes en que charlaban juntas. Mamá fue siempre una mujer muy trabajadora, para ella no existía la inercia ni estar sentada mano sobre mano, cuando lo hacía era para cantar y contar, así aprendimos las historias del Japón y la música suave que calma y transporta.

Papá de nuevo en casa fue un acontecimiento feliz, aunque inicialmente no para todos, porque mi hermano Julio era muy pequeñito cuando él se fue y ahora en sus tres años no podía entender, por qué aquel hombre extraño no se acababa de ir para su casa, la pregunta nos daba gracia pero hoy la veo diferente y pienso que a papá tuvo que dolerle mucho aquel hijo que no podía reconocerlo. La guerra nos marcó no sólo por la separación de nuestra familia ni por el desamparo de la finca que a duras penas pudo subsistir. Nada sabían los japoneses aquí de la familia en el otro extremo del mundo. Muchos de los inmigrantes vinieron con la esperanza de volver a ver a los suyos pero ahora ¿quiénes quedaban allá? ¿Cuántos habrían muerto en la guerra?

Presidio Modelo en la Isla de Pinos. Foto cortesía de José Alfonso.

Presidio Modelo en la Isla de Pinos. Foto cortesía de José Alfonso.

Días después de la excarcelación de papá se hizo en casa una comida; invitamos al maestro Murray, a algunos vecinos japoneses y a los hermanos Leslie y Doris Ferguson ( él y ella jamaicanos). Los Ferguson eran buenos bailadores y no sé de qué manera llegaron a danzar con nuestra música, lo hacían muy bien. Bajo la tenue luz de un quinqué daba gusto ver aquellos mulatos altos, bailando como japoneses al son de los discos del gramófono. 

En casa la música tradicional o patriótica era algo necesario, siempre se comenzaba con el Himno Nacional de Cuba. Para nosotros, cantar el himno nacional de un país es la mejor muestra de respeto; tal vez por eso el maestro Murray inició a mi hermana María en el estudio del violín, lo que ya lograba con mucha gracia, y mamá le enseñó el himno de Japón. Cuando mis hijos empezaron a asistir a la escuela era mamá quien les enseñaba la letra del himno nacional cubano; las gentes se quedaban asombradas de que aquella japonesita se lo supiera íntegro, sin cambiar ni omitir ninguna palabra. Lo cierto es que lo aprendió, aunque no logró escribir ni hablar nuestro idioma.

La alegría por el regreso de papá duró poco, empezaron a llegar noticias aisladas de Japón, que eran preocupantes para todos. Por las noches las familias se reunían a la espera de alguna nueva información. La nuestra llegó con una cuota de tristeza. Para nosotros fue duro, nuestros hermanos Fukuichi, Shinichi y Fumi habían fallecido poco antes de la guerra, pero para mis padres fue doloroso en extremo, la esperanza de verlos algún día se derrumbaba, el recuerdo les devolvía a tres niños con los ojos llorosos, despidiéndolos en las afueras de la casa. Volvió a crecer la mamá pequeñita de mis recuerdos, volverse gigante en su entereza y disposición para la vida. La vi cuadrar los hombros y alzar la cabeza: ¡Había que luchar por los que quedaban, los de Japón y los de Cuba!

Cuando la situación en casa logró mejorar un poco, mamá empezó a enviar, de acuerdo a sus limitadas posibilidades, artículos de primera necesidad a Okinawa, todo fue a través de la Otagiri Mercantil Co., que operaba en los Estados Unidos y se encargaba de convertir en víveres y ropa el dinero que desde aquí se les enviaba.

 
(izq.-der.) Benita Eiko Iha Sashida, Kame Sashida y Eduardo (nieto), 1982.

(izq.-der.) Benita Eiko Iha Sashida, Kame Sashida y Eduardo (nieto), 1982.

 

La venta de los productos de la tierra no siempre fue ventajosa. Me cuesta contar esta historia, pero lo hago con la seguridad de que sabrán entenderla y porque sé que hubo muchas y buenas familias cubanas que sintieron nuestra desdicha. A veces, en el tiempo en que papá estuvo en el campo de internamiento, algunas personas venían “a comprar” los productos, mamá se los mostraba solícita y ellos manoseaban y muchas veces hasta estropeaban las frutas para al final no comprar nada. Hoy pienso que gente mala hay donde quiera, en compensación hay otras muy buenas. A aquellos la vida les habrá cobrado la cuenta. Afortunadamente predominan las buenas personas. 

Una vez nos despertamos con la noticia de que teníamos que mudarnos. Íbamos a empezar a sembrar la tierra, pero el dueño la necesitaba para el pastoreo de las reses y nada se podía reclamar: dueño es dueño. Comenzamos nuevamente a desmontar por otro lugar, más o menos a cuatro kilómetros de la casa. Esto nos obligaba a salir antes del sol y regresar cuando ya se había escondido, algunas veces el trayecto se hacía en carreta tirada por bueyes, pero otras era a pie. Finalmente tuvimos también que mudar la casa. Esa historia se repetiría varias veces en nuestras vidas. 

En las noches, el olor de los pinos quemados me despierta. Todavía a mis años me sobresalta este olor familiar, distante. Tal vez tenga un poco que ver que para nosotros el pino (matsu en japonés) significa larga vida. En noches así vuelvo a ser la Eiko niña, que, con una ramita de pino ayudaba a mis padres y hermanos a apagar las llamas para que no llegaran hasta la casa. Por estos lares han sido siempre habituales los incendios forestales, e impedir que las llamas llegaran al techo de guano era casi un ejercicio nocturno, cotidiano. A veces teníamos que abrir zanjas con el arado, para evitar el paso del fuego, era algo así como ponerle una zancadilla.

Cerca de nuestra casa en Mckinley, vivían unos japoneses solitarios. A uno de ellos se le ocurrió darle candela al monte para facilitar su posterior trabajo, pero el fuego se extendió algo más y quiso la casualidad o el viento, que una chispa cayera justo sobre el techo de la casa de la familia Farradá, al otro lado de la carretera. La casa se quemó completamente. Farradá trabajaba para un médico que se llamaba Romeu García, que tenía su casa de descanso cerca de nuestra finca. El doctor Romeu exigió la indemnización de la casa, pero el infeliz japonés no tenía ni para sobrevivir; entonces todos los coterráneos unimos fuerzas y en dos días la casa de Farradá estaba construida. Al parecer el doctor quedó asombrado ante este gesto solidario y en compensación, propuso un examen médico general gratuito a todos los que habían participado en esta tarea.

 
(izq.-der.) Julio Shigeru, Benita Eiko, María Mitsue visitan a su hermano japonés Shoichi a finales del 2006, en Ishikawa, Okinawa.

(izq.-der.) Julio Shigeru, Benita Eiko, María Mitsue visitan a su hermano japonés Shoichi a finales del 2006, en Ishikawa, Okinawa.

 

Mi padre


Iha Kamaichi era un hombre fuerte, tal vez no robusto, como se acostumbra a imaginar a los hombres fuertes, más bien delgado. Era una persona sensible y ocurrente, me sentaba en sus rodillas mientras fumaba y me iba contando las historias más inverosímiles, hoy no puedo determinar si eran leyendas de su pueblo o fruto de su imaginación, pero sus rodillas eran cómodas y yo allí me sentía segura y protegida de cualquier maleficio.

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Recuerdo que generalmente en las tardes, cuando papá llegaba muy agotado, se bañaba y luego entraba en una especie de ofuró que tenía preparado. No era auténtico, sino más bien un tanque con un pisito de madera dentro, que se colocaba sobre leños encendidos hasta que el agua alcanzaba la temperatura deseada, luego se le retiraba el fuego, dejando sólo las brasas, esto permitía mantener la temperatura tan alta como el cuerpo resistiera. Allí papá pasaba un largo rato; hoy a tantos años no puedo precisar cuánto, pero para mí, que esperaba hasta que él saliera deseando entrar yo, me parecían horas. Ya quedaban sólo los rescoldos, pero sentía una placidez extraña, una especie de sopor; no sé si era el agua o los calores del fuego y de mi padre, pero creo que en aquel ofuró medio cubano y japonés, viajé a la tierra de mis antepasados por primera vez... Ahora me gustaría tener uno en el fondo del patio, para en las tardes darle calor a mis huesos cansados.

Mi padre era un hombre laborioso y emprendedor, todos los japoneses que decidieron probar fortuna en esta tierra lo fueron. Su laboriosidad fue la que lo apartó del mundo, papá no pudo soportar el resultado de los exámenes, un hombre como él no aceptaba la idea de la enfermedad. El doctor Romeu determinó que papá tenía una lesión pulmonar. Con el diagnóstico llegó a casa la sentencia de aislamiento, él voluntariamente se apartó de nosotros, se refugió en una soledad espiritual y física no merecida; por el día trabajaba un poco, hasta que sus fuerzas se lo permitían y por las noches, cuando terminaba de comer, se iba a descansar a una casita que el mismo había construido cerca de la nuestra para caso de ciclones. Fue por esos días que el sonido del shamisén de papá se escuchó como nunca, era un largo gemido, doloroso, la despedida de un hombre que había amado la vida profundamente. Era una melodía tristísima, las cuerdas lanzaban a la noche su mensaje desgarrador. Todavía hoy lo recuerdo con tanta nitidez, que creo ser capaz de reproducirlo. 


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© Benita Eiko Iha Sashida y Julieta Fonte Iha. "Nuestra familia" y “Mi padre”. Shamisén. Nueva Gerona: Ediciones El Abra, 2006. (Segunda edición, ampliada y corregida).

La portada de Shamisén fue diseñada por el nisei Vito Uchiyama Nonaka, de la Isla de Pinos. Según Julieta Fonte Iha: “la intención de la portada era la abuela con el niño cargado detrás al modo japonés, tan común en mi abuela con nosotros. La imagen del pino tan propio de Okinawa y de la Isla de Pinos”. 

La reproducción de los capítulos “Nuestra familia” y “Mi padre” fue autorizada por las autoras. Las fotos fueron cortesía de Julieta Fonte Iha. La imagen aérea del Presidio Modelo fue tomada del sitio isladelajuventud-cuba.com con autorización de su creador, José Alfonso.